La distancia entre la producción cultural y la realidad a la que se enfrentan muchos jóvenes de la generación de esa época se fue haciendo tan evidente que la grieta comenzó a originar un emergente. Algunos invirtieron el dinero, que les daban en las interminables colas de desempleo, en una guitarra. En los garajes se empezaron a escuchar ruidos, los chicos no tenían ni tiempo ni dinero para aprender lo que la sociedad decía debía saberse para empuñar un instrumento. Las guitarras se convirtieron en fusiles, tenían mucho que decir y para eso no hacía falta tener una voz privilegiada sino todo lo contrario, una voz que gritara realidades. El underground estaba tomado, ya no habitado por proyectos de estrellas sino por la más significativa muestra de respuesta cultural a la cultura dominante, muchos jóvenes estaban demostrando que su mundo no tenía nada que ver con el que las generaciones anteriores habían soñado. Todos los símbolos, los parámetros estéticos y todo lo que representara la sociedad quedaba del otro lado de la valla que la misma realidad les había impuesto. La cuestión era diferenciarse de ese sistema que los había marginado por completo. Crestas que se elevaban por sobre los engominados y prolijos cabellos de los Lores. Borceguíes y ropa militar de fajina, que además de ser la única accesible por provenir de las remesas de tiendas militares, denotaban una posición alejada del utópico sueño de paz y amor de la generación hippie y una actitud de lucha contra los parámetros sociales. Como toda cultura alternativa, contracultural, generó su propio circuito, tiendas como la de Malcon McLaren donde la ropa reciclada era la opción, lugares donde los grupos se reunían ante un precario escenario y pequeñas discográficas como Chiswick que nucleaban a la escena musical punk.