Marky Ramone comenzará gira sudamericana en Brasil y luego visitará Argentina

Acompañado por su banda Blitzkrieg, Marky Ramone, el baterista reconocido principalmente por su participación en el grupo Ramones, iniciará una gira sudamericana que comenzará el 3 de noviembre en Brasil y el 11 desembarcará en Argentina.

Marky Ramone, cuyo verdadero nombre es Marc Bell, regresará a tierras argentinas acompañado de su banda y con la que hará un repaso de los éxitos de los Ramones.

Ingresado a los Ramones en 1978, tras la partida de Tommy Ramone, el baterista de 54 años participó en ocho de los catorce discos oficiales que editaron los neoyorquinos, y fue el responsable de la producción de "End of the Century", quizá la mejor radiografía de su banda y lo que significó la movida punk en Estados Unidos en la década del 70.

El músico hará un recorrido por tierras brasileras antes llegar a Argentina, donde tocará el 11 de noviembre a las 21 en la Sala Ópera de la ciudad de La Plata y al día siguiente viajará a Rosario para presentarse en Willie Dixon.

El 13 de noviembre a las 21 regresará al escenario de El Teatro de Colegiales, en la Ciudad de Buenos Aires.

La gira luego continuará al día siguiente en La Trastienda de Montevideo, en el vecino país de Uruguay.

Muchacha punk - Fogwill

EN DICIEMBRE DE 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir "hice el amor" es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que "hicimos" ella y yo, no eran el amor y ni siquiera –me atrevería hoy a demostrarlo–, eran un amor: eran eso y sólo eso eran. Lo que interesa en esta historia es que la muchacha punk y yo nos "acostamos juntos".
Otro decir, porque todo habría sido igual si no hubiésemos renunciado a nuestra posición bípeda, –integrando eso (¿el amor?) al hábitat de los sueños: la horizontal, la oscuridad del cuarto, la oscuridad del interior de nuestros cuerpos; eso.
Primera decepción del lector: en este relato soy varón. Conocí a la muchacha frente a una vidriera de Marble Arch. Eran las diez y treinta, el frío calaba los huesos, había terminado el cine, ni un alma por las calles. La muchacha era rubia: no vi su cara entonces. Estaba ella con otras dos muchachas punk. La mía, la rubia, era flacucha y se movía con gracia, a pesar de su atuendo punk y de cierto despliegue punk de gestos nítidamente punk. El frío calaba los huesos, creo haberlo contado. Marcaban dos o tres grados bajo cero y el helado viento del norte arañaba la cara en Oxford Street y en Regent Street. Les cuatro –yo y aquellas tres muchachas punk– mirábamos esa misma vidriera de . En el ambiente cálido que prometía el interior de la tienda, una computadora jugaba sola al ajedrez. Un cartel anunciaba las características y el precio de la máquina: 1.856 libras. Ganaban blancas, el costado derecho de la máquina. Las negras habían perdido iniciativa, su defensa estaba liquidada y acusaban la desventaja de un peón central.
Blancas venían atacando con una cuña de peones que protegía su dama, repatingada en cuatro torre rey. Cuando las tres muchachas se acercaron era turno de negras. Negras dudaron quince según dos o tal vez más; era la movida l16 ó l18, y los mirones –nadie a esas horas, por el frío–, habrían podido recomponer la partida porque una pequeña impresora venía reproduciendo el juego en código de ajedrez, y un gráfico, que la máquina componía en su pantalla en un par de segundos, mostraba la imagen del tablero en cada fase previa del desenvolvimiento estratégico del juego. Las muchachas hablaron un slang que no entendí, se rieron, y sin prestarme la menor atención siguieron su camino hacia el oeste, hacia Regent Street. A esas horas, uno podía mirar todo a lo largo de la ciudad arrasada por el frío sin notar casi presencia humana, salvo las tres muchachas yéndose.
Cerca de Selfridges alguien debía esperar un ómnibus, porque una sombra se coló en la garita colorada de esperar ómnibus y algún aliento había nublado los cristales. Quizás el humano se hallase contra el vidrio, frotándose las manos, escribiendo su nombre, –garabateando un corazón o el emblema de su equipo de fútbol; quizá no.
Confirmé su existencia poco después, cuando un ómnibus rumbo a Kings Road se detuvo y alguien subió. Al pasar frente a nuestra vidriera, semivacío, pude ver que la sombra de la garita se había convertido en una mujer viejísima, harapienta, que negociaba su boleto.
Pocos autos pasaban. La mayoría taxis, a la caza de un pasajero, calefaccionados, lentos, diesel, libres. Pocos autos particulares pasaban; Daimlers, Jaguars, Bentleys. En sus asientos delanteros conducían hombres graves, maduros, sensibles a las intermitentes señales de tránsito.
A sus izquierdas, mujeres ancestrales, maquilladas de party o de ópera, parecían supervisarlos. Un Rolls paró frente a mi vidriero de Selfridges y el conductor hechó un vistazo a la computadora, (ensayaba la jugada 127, turno de blancas), y dijo algo a su mujer, una canosa de perfil agrio y aros de brillantes. No pude oírlo: las ventanillas de cristal antibalas de estos autos componen un espacio hermético, casi masónico: insondable.
Poco después el Rolls se alejó tal como había llegado y en la esquina de Glowcester Street vaciló ante el semáforo, como si coqueteara con la luz verde que recién se prendía. Primera decepción del narrador: la computadora decretó tablas en la movida 147. Si yo fuese blancas, cambiando caballo por torre y amenazando jaque en descubierto, reclamaría a negras una permuta de damas favorable, dada mi ventaja de peones y mi óptima situación posicional. Me fui con rabia: había dormido toda la tarde de aquel viernes y era temprano para meterme en el hotel.
El frío calaba los huesos. Traía bajo los jeans un polar–suit inglés que había comprado para un amigo que navega a vela en Puerto Belgrano y decidí estrenarlo aquella noche para ponerlo a prueba contra el frío atroz que anunciaba la BBC.
Sentía el cuerpo abrigado, pero la boca y la nariz me dolían de frío. Las manos, en los hondos bolsillos de la campera de duvet, temían tanto un encuentro con el aire helado que me obligaron a resistir a la feroz jauría de ganas de fumar, que aullaba y se agitaba detrás de la garganta, en mi interior. En mi exterior, las orejas estaban desapareciendo: tarde o temprano serían muñones, o sabañones, si no las defendía; intenté guarecerlas con las solapas de mi campera. Sin manos, llevaba las puntitas de las solapas entre los dientes y así, mordiente y frío, entré a un taxi que olía a combustible diesel y a sudor de chofer, y una vez instalado en el goce de aquel tufo tibión, nombré una esquina del Soho y prendí un cigarrillo.
Afuera, nadie. El frío calaba los huesos. El inglés, adelante, manejando, era una estatua llena de olor y sueño. Antes de bajar, verifiqué que hubiesen taxis por la zona; vi varios. Pagué con un papel y sólo después de recibir el cambio abrí mi puerta. El aire frío me ametralló la cara y la papada se me heló, pues las solapas, chorreadas de saliva, habían depositado sobre mi piel una leve película de baba, que ahora me hería con sus globitos quebradizos de escarcha.
vi poca gente en el barrio chino de Londres: como siempre, algunos árabes y africanos salían rebotando de los tugurios pomo. En una esquina, un grupo de hombres –obreros, pinches de vigilancia, tal vez algunos desgraciados sin hogar se ilusionaban alrededor de un fueguito de leñas y papeles improvisado por un negro del kiosco de diarios. Caminé las tres o cuatro cuadras del barrio que sé reconocer y como no encontré dónde meterme, en la esquina de Charing Cross abrí la puerta trasera izquierda de un taxi verde, subí, di el nombre de mi hotel, y decidí que esa noche comería en mi cuarto una hamburguesa muy condimentada y una ensalada bien salada para fortalecer la sed que tanto se merece la cerveza de Irlanda. ¡Lástima que la televisión termine tan temprano en Londres! Miré el reloj: eran las once; quedaba apenas media hora de excelente programación británica.
Conté del frío, conté del polar–suit. Ahora voy á contar de mí: el frío, que calaba los huesos, desalentaba a cualquier habitante y a cualquier visitante de la antigua ciudad, pues era un frío de lontananza inglesa, un frío hecho de tiempo y de distancia y –¿por qué no?– hecho también de más frío y de miedo, y era un frío ártico y masivo, resultante de la ola polar que venía siendo anunciada y promovida durante días en infinitos cortes informativos de la radio y la televisión. En efecto, la radio y la televisión, los diarios y las revistas y la gente, los empleados y los vendedores, los chicos del hotel y las señoras que uno conoce comprando discos –todos no hablaban sino de la ola de frío y de la asombrosa intensidad que había alcanzado la promoción de la ola de frío que calaba los huesos.
Yo soy friolento, normalmente friolento, pero jamás he sido tan friolento como para ignorar que la campaña sobre el frío nos venía helando tanto, o más aún, que la propia ola de frío que estaba derramándose sobre la semiobsoleta capital.
Pero yo estaba ya en la calle, no tenía ganas de volver a mi hotel y necesitaba estar en un lugar que no fuese mi cuarto, protegido del frío y protegido cuidadosamente de cualquier referencia al frío. Entonces vi, dos cuadras antes del hotel, un local que días atrás me había llamado la atención. Era una pizzería llamada The Lulu, que no existía en oportunidad de mi último viaje.
Yo recordaba bien aquel lugar porque había sido la oficina de turismo de Rumania en la que alguna vez hice unos trámites para mis clientes italianos.
Desde el taxi leí el cartel que probaba que el boliche permanecía abierto, vi clientes comiendo, noté que la decoración era mediocre pero honesta, y de las mesas y las sillas de mimbre blanco induje una noción de limpieza prometedora.
Golpeé los vidrios del chofer, pagué 60 pence, bajé del auto y me metí en la pizzería.
Era una pizzería de españoles, con mozos españoles, patrones españoles y clientes españoles que se conocían entre sí, pues se gritaban –en español–, de mesa a mesa, opiniones españolas, y frases españolas. Me prometí no entrar en ese juego y en mi mejor inglés pedí una pizza de espinaca y una botella chica de vino Chianti. El mozo, si ya había padecido un plazo razonable de exilio en Londres, me habrá supuesto un viajero del continente, o un nativo de una colonia marginal del Commonwealth, tal vez un malvinero.
Yo traía en el bolsillo de la campera la edición aérea del diario La Nación, pero evité mostrarla para no delatar mi carácter hispano–parlante. El Chianti –embotellado en Argelera delicioso: entre él y el aire tibio del local se estableció una afinidad que en tres minutos me redimió del frío.
Pero la pizza era mediocre, dura y desabrida. La mastiqué feliz, igual, leyendo mis recortes del Financial Times y la revista de turismo que dan en el hotel. Tuve más hambre y pedí otra pizza, reclamando que le echasen más sal. Esta segunda pizza fue mejor, pero el mozo me había mirado mal, tal vez porque me descubrió estudiando sus movimientos, perplejo a causa de la semejanza que puede postularse en un relato entre un mozo español de pizzería inglesa, y cualquier otro mozo español de pizzería de París, o de Rosario. He elegido Rosario para no citar tanto a Buenos Aires. Querido.
Masqué la pizza número dos analizando la evolución de los mercados de metales en la última quincena; un disparate. Los precios que la URSS y los nuevos ricos petroleros seguían inflando con su descabellada política de compras no auguraban nada bueno para Europa Occidental. Entonces aparecieron las tres muchachas punk. Eran las mismas tres que había visto en Selfridges. La mía eligió la peor mesa junto a la ventana; sus amigotas la siguieron. La gorda, con sus pelos teñidos color zanahoria, se ubicó mirando hacia mi mesa. La otra, de estatura muy baja y con cara de sapo, tenía pelos teñidos de verde y en la solapa del gabán traía un pájaro embalsamado que pensé que debía ser un ruiseñor. Me repugnó. Por fortuna, la fea con pájaro y cara de sapo se colocó mirando hacia la calle, mostrándome tan solo la superficie opaca de la espalda del grasiento gabán. La mía, la rubia, se posó en su sillita de mimbre mirando un poco hacia la gorda, un poco hacia la calle: yo sólo podía ver su perfil mientras comía mi pizza y procuraba imaginar cómo sería un ruiseñor.
Un ruiseñor: recordé aquel soneto de Banchs.
El otro tipo también decía llamarse Banchs y era teniente de corbeta o fragata. Era diciembre; lo había cruzado muchas veces durante el año que estaba terminando. Esa misma mañana, mientras tomaba mi café, se había acercado a hablarme de no sé qué inauguración de pintores, y yo le mencioné al poeta, y él, que se llamaba Banchs juró que oía nombrar al tal Enrique Banchs por primera vez en su vida. Entonces comprendí por qué el teniente desconocía la existencia de los polar–suit (al ver mi paquetito con el Helly Hansen, se había asombrado) y también entendí por qué recorría Europa derrochando sus dólares, tratando de caerle simpático a todos los residentes argentinos y buscando colarse en toda fiesta en la que hubiese latinoamericanos. Fumaba Gitanes también en esto se parecía al Nono.
Jamás vi un ruiseñor. Estaba por terminar la pizza y desde atrás me vino un vaho de musk.
Miré. La más fea de las gallegas de la mesa del fondo estaba sentándose. Vendría del baño; habría rociado todo su horrible cuerpo con un vaporizador de Chanel, de Patou, o de –alguna marquita de esas que ahora le agregan musk a todos sus perfumes. ¿Cómo sería el olor de mi muchacha punk? Yo mismo, como el tal Banchs, me había condenado a averiguar y averiguar; faltaba bien poco para finiquitar la pizza y el asuntito de las cotizaciones de metales. Pero algo sucedía fuera de mi cabeza.
Los dueños, los mozos y los otros parroquianos, en su totalidad o en su mayoría españoles, me miraban. Yo era el único testigo de lo que estaban viendo y eso debió aumentar mi valor para ellos.
Tres punks habían entrado al local, yo era el único no español capaz de atestiguar que eso ocurría, que no las habían llamado, que ellos no eran punk y que no había allí otro punk salvo las tres muchachas punk y que ningún punk había pisado ese local desde hacía por lo menos un cuarto de hora. Sólo yo estaba para testimoniar que la mala pizza y el excelente vino del local no eran desde ningún punto de vista algo que pudiera considerarse punk. Por eso me miraban, para eso parecían necesitarme aquella vez.
Trabado para mirar a mi muchacha –pues la forma de la de pájaro embalsamado y cara de sapo la tapaba cada vez más– me concentré sobre mi pizza y mi lectura desatendiendo las miradas cómplices de tantos españoles. Al termianar la pizza y la lectura, pedí la cuenta, me fui al baño a pishar y a lavarme las inanes y allí me hice una larga friega con agua calentísima de la canilla. Desde el espejo, nitré contento cómo subían los tonos rosados de los cachetes y la frente reales. Habían vuelto a nacer mis orejas; fui feliz.
Al volver, un rodeo injustificable me permitió rozar la mesa de las muchachas y contemplar mejor a la mía: tenía hermosos ojos celestes casi transparentes y el ensamble de rasgos que más irte gusta, esos que se suelen llamar "aristocráticos", porque los aristócratas buscan incorporarlos a su progenie, tomándolos de miembros de la plebe con la secreta finalidad de mejorar o refinar su capital genético hereditario. ¡Florecillas silvestres! ¡Cenicientas de las masas que engullirán los insaciables cromosomas del señor! ¡Se inicia en vuestros óvulos un viaje ala porvenir soñado en lo más íntimo del programa genético del amo). Es sabido, en épocas de cambio, lo mejor del patrimonio fisiognómico heredable (esas pieles delicadas, esos ojos transparentes, esas narices de rasgos exactos "cinceladas" bajo sedosos párpados y justo encima de labios y de encías y puntitas de lengua cuyo carmín perfecto titila por el inundo proclamando la belleza interior del cuerpo aristocrático) se suele resignar a cambio de un campo en Marruecos, la mayoría accionaria del Nuevo Banco tal, una Acción heroica en la guerra pasada o un Premio Nacional de Medicina, y así brotan narices chatas, ojos chicos, bocas chirlonas y pieles chagrinadas en los cuerpitos de las recientes crías de la mejor aristocracia, obligando a las familias aristocráticas o recurrir a las malas familias de la plebe en busca de buena sangre piara corregir los rasgos y restablecer el equilibrio estético de las generaciones que catapultarán sus apellidos y un poco de ellas mismas, a vaya a saber uno dónde en algún improbable siglo del porvenir.
La chica me gustó. Vestía un traje de hombre holgado, tres o más números mayor que su talle.
De altura normal, no pesaría más de 44 kilos. su piel tan suave (algo de ella me recordó a Grace Kelly, algo de ella me recordó a Catherine Deneuve) era más que atractiva para mí. Calzaba botitas de astrakán perfectas, en contraste con la rasposa confección de su traje de lana. Una camisa de cuello Oxford se le abría a la altura del busto mostrando algo que creí su piel y comprobé después que era tina campera de gimnasta. Ella, a mí, ni me miró.
Pero en cambio, su amiga, la más gorda, la del pelo teñido color naranja, venía emitiendo una onda asaz provocativa. No quise sugerir sexual: provocativo, como buscando riña, como buscando o planificando un ataque verbal, como buscando tina humillación, como ella misma habría mirado a un oficial de la policía inglesa. Así mirábame la gorda de pelo zanahoria. La mía, en cambio no me mira ha. Pero. . .
Tampoco miraba a sus acompañantes. Miraba hacia la calle vacía de transeúntes, con las pupilas extraviadas en el paso del viento. Así me dije: "se pierde su mirada pincelando el frío viento de Oxford Street". Era etérea. Esa nota, lo etéreo, es la que mejor habría definido a mi muchacha para mí, de no mediar aquellas actitudes punk y los detalles punk, que lucía, punk, como al descuido, negligentemente punk, ella. Por ejemplo: fumaba cigarrillos de hoja; los tomaba con el gesto exhultante de un europeo meridional, pitaba fuerte el humo y lo tiraba insidiosamente contra el cristal de la vidriera. Al pasar por su mesa había visto en sus manos una mancha amarilla, azafranada, de alquitrán de tabaco. ¡Y jamás vi manitas sucias de alquitrán de tabaco como las de mi muchachita punk! El índice, el mayor y el anular de su derecha, desde las uñas hasta los nudillos, estaban embebidos de ese amarillo intenso que sólo puede conseguir algún gran fumador para la primer falange del dedo índice, tras años de fumar y fumar evitando lavados. Me impresionó. Pero era hermosa, tenía algo de Catherine Deneuve y algo de Isabelle Adjani que en aquel momento no pude definir: me estaba confundiendo. Pagué la cuenta, eché las rémoras de mi botella de Chianti en la copa verde del restaurante, y copa en mano –so british–, como si fuese un parroquiano de algún pub confianzudo, me apersoné a la mesa de las muchachas punk asumiendo los riesgos. Antes de partir había calculado mi chance: una en cinco, una en diez en el peor de los casos; se justificaba. voy a contarlo en español: –¿Puedo yo sentarme? Las tres punk se miraron. La gorda punk acariciaba su victoria: debió creer que yo bajaba a reclamar explicaciones por sus miradas punk provocativas. Para evitar un rápido rechazo me senté sin esperar respuestas. Para evitar desanimarme eché un trago de vino a mi garguero. Para evitar impresionarme miré hacia arriba, expulsando de mi campo visual al pajarito embalsalmado. La gorda reía. La punk mía miró a la del pelo verde, miró a la gorda, sopló el humo de su cigarro contra la nada, no me miró, y sin mirarme tomó un sorbito de aquella mezcla de Coca Cola y Chianti que estuvo preparando en la página anterior, pero que yo, con esta prisa por escribirla, había olvidado registrar. Habló la punk con pájaro
–¿Qué usted quiere? –Nada, sentarme... Estar aquí como una sustancia de hecho... –dije en cachuzo inglés.
Sin duda mi acento raro acicateó los deseos de saber de la gorda: –¿Dónde viene usted de...? –ladró.
La pregunta era fuerte, agresiva, despectiva.
–De Sudamérica... Brasil y Argentina –dije, para ahorrarles una agobiante explicación que llenaría el relato de lugares comunes. Me preguntaba si era inglés: se asombraba "¿Cómo puede venir uno de Brasil y Argentina sin ser británico?", imaginé que habría imaginado ella.
¿Sería un inglés? –No. Soy sudamericano, lamentado –dije.
–Gran campo Sudamérica –se ensañaba la gorda.
–Sí: lejos. Así, lejos. Regresaré mes próximo –le respondí.
–Oh sí... Yo veo dijo la gorda mirando fijo a la cara de sapo que hamacó su cabeza como si confirmase la más elaborada teoría del universo. Entonces habló por vez primera y sólo para mí mi Muchacha Punk. Tenía voz deliciosa y tímbrica en este párrafo: –¿Qué usted hace aquí? –quiso saber su melodía verbal.
–Nada, paseo –dije, y recordé un modelo que siempre marchó bien con beatniks y con hippys y que pensé que podía funcionar con punks. Lo puse a prueba: –Yo disfruto conocer gente y entonces viajo... Conocer gente, ¿Me entiende?... Viajar... Conocer... ¡Gente!.. ¿Eh.? ¡Ah..! ¡Así..! ¡Gente..!
Funcionó: la carita de mi Muchacha Punk se iluminaba. –Yo también amo viajar –fue desgranando sin mirarme–. Conozco África, India y los Estados (se refería a USA). Yo creo que yo conozco casi todo. ¡Yo no nunca he ido yo a Portugal! ¿Cómo es Portugal? –me preguntó.
Compuse un Portugal a su medida: –Portugal es lleno de maravilla... Hay allí gente preciosamente interesante y bien buena. Se vive una ola en completo distinta a la nuestra...
" seguí así, y ella se fue envolviendo en mi relato. Lo percibí por la incomodidad que comenzaban a mostrar sus punks amigas. Lo confirmé por esa luz que vi crecer en su carita aristocráticamente punk. Susurraba ella: –Una vez mi avión tomó suelo en Lisboa y quise yo bajar, pero no permitieron –dijo–: Encuentro que la gente del aeropuerto de Lisboa son unos cerdos sucios hijos de perra. ¿Es no, eso ...Lisboa, Portugal?–. La duda tintineaba en su voz.
–Sí –adoctriné, pero en todos los aeropuertos son iguales: son todos piojosos malolientes sucios hijos de perra.
–Como los choferes de taxi, así son –me interrumpió la gorda, sacudiendo el humo de su Players.
–Como los porteros del hotel, sucios hijos de perra –concedió la pajarófora gorda cara de sapo, quieta.
–Como los vendedores de libros –dijo la mía –¡Hijos de una perra!–. Y flotaba en el aire, etérea.
–Sí, de curso –dije yo, festejando el acuerdo que reinaba entre los cuatro. Entonces ocurrió algo imprevisto; la de pelo verde habló a la gorda: –Deja nosotros ir, dejemos a estos trabajar en lo suyo, eh... –y desenrolló un billete de cinco libras, lo apoyó en el platillo de la cuenta, se paró y se marchó arrastrando en su estela a la cara de sapo. Bien había visto yo que ellas habían con sumido diez o quince libras, pero dejé que se borraran, eso simplificaba la narración.
–Bay, Borges –me gritó la cara de sapo desde la vereda, amagando sacar de su cintura una inexistente espadita o un puñal; entonces yo me alegré de ver tanta fealdad hundiéndose en el frío, y me alegré aún más, pensando que asistía a otra prueba de que el prestigio deportivo de mi patria ya había franqueado las peores fronteras sociales de Londres. Pregunté a mi muchacha por qué no las había saludado: –Porque son unas ceras sucias hijas de perra.
¿Ve? –dijo mostrándome los billetitos de cinco libras que iba sacando de su bolsillo para completar el pago de la cuenta. Asentí.
Como un cernícalo, que a través de las nubes más densas de un cielo tormentoso descubre los movimientos de su pequeña presa entre las hierbas, atraído por el fluir de las libras , un mozo muy gallego brotó a su lado, frente a mí. Guiñó un ojo, cobró, recibió los pocos penns de propina que mi muchacha dejó caer en su platillo, y yo pedí otra botella de Chianti y dos de Coke y ella me devolvió un hermoso gesto: abrió la boca, frunció un poquito la nariz, alzó la ceja del mismo lado y movió la cabeza como queriendo devolver la pelota a alguien que se la habría lanzado desde atrás.
Conjeturé que sería un gesto de acuerdo. Poco después, su manera golosa de beber la mezcla de vino y Coca Cola, acabó de confirmándome aquella presunción de momento: todo había sido un gesto de acuerdo.
Me contó que se llamaba Coreen. Era etérea: al promediar el diálogo sus ojos se extraviaban siguiendo tras la ventana de la pizzería española de Graham Avenue al viento de la calle. Tomamos dos botellas de Chianti, tres de Coke. Ella mezclaba esos colores en mi copa. Yo bebía el vino por placer y la Coke por la sed que habían provocado la pizza, el calor del local y este mismo deseo de averiguar el desenlace de mi relato de la Muchacha Punk. La convidé a mi hotel. No quiso. Habló: –Si yo voy a tu hotel, tendrás que a ellos pagar mi permanencia. Es no sentido –afirmó y me invitó a su casa. Antes de salir pagamos en alícuotas todo lo bebido; pero yo necesito hablar más de ella. Ya escribí que tenía rasgos aristocráticos. A esa altura de nuestra relación (eran las 12.30, no había un alma en la calle, el frío inglés del relato, calaba, los huesos, argentinos, del narrador), mi deseo de hacerla mía se había despojado de cualquier snobismo inicial. Mi Muchacha –aristocrática o punk, eso ya no importaba–, me enardecía: yo me extraviaba ya por ese ardor creciente, ya era un ciego, yo. Yo era ya el cuerpo sin huellas digitales de un ahogado que la corriente, delatora, entra boyando al fiord donde todo se vuelve nada. Pero antes, cuando la vi frente a mi vidriera de Selfridges había notado detalles raros, nítidamente punk, en su tenue carita: su mejilla izquierda estaba muy marcada, no supe entonces cómo ni por qué, y el lado derecho de su cara tenía una peculiaridad, pues sobre el ala derecha de su nariz, se apoyaba –creí– una pieza de metal dorado (creí) que trazando una comba sobre la mejilla derecha ascendía hasta insertarse en la espiga de trigo, que creí dorada, afeando el lóbulo de su oreja a la manera de un arete de fantasía. Del tallo de esa espiga, de unos dos centímetros, colgaba otra cadena, más gruesa, que caía sobre su cuello libremente y acababa en la miniatura de la lata de Coke, de metal dorado y esmalte rojo que siempre iba y venía rozándole los rubios pelos, el hombro, y el pecho, o golpeaba la copa verde provocando una música parecida a su voz, y algunas veces se instalaba, quieta, sobre su hermosa clavícula blanca, curvada como el alma de una ballesta, armónica como un golpe de tai chi. Durante nuestra charla aprendí que lo que había creído antes metal dorado era oro dieciocho kilates, y descubrí que lo que había creído un grano de maíz de tamaño casi natural aplicado sobre el ala de su nariz era una pieza de oro con forma de grano de maíz y tamaño casi natural, sostenido por un mecanismo de cierre delicadísimo, que atravesaba sin pudor y enteramente la alita izquierda de su bella nariz. Ella misma me mostró el orificio, haciendo un poco de palanca con la uña azafranada de su índice, entre el maíz y la piel, para lucir mejor su agujerito en forma de estrella, de unos cuatro milímetros de diámetro. ¡Estaba chocha de su orificio... ! Del lado izquierdo, lo que temprano en Oxford Street me había parecido una marca en su mejilla, era una cicatriz profunda, de unos tres centímetros de largo, que parecía provocada por algo muy cortante. Surcaban ese tajo tres costuras bien desprolijas, trabajo de un aficionado, o de algún practicante de primer año de medicina más chapucero que el común de los practicantes de medicina ingleses y en ausencia de los jefes de guardia. Segunda decepción del narrador: la cicatriz de la izquierda, a diferencia de las cositas de oro de su lado derecho, era falsa. La había fraguado un maquillador y mi muchachita se apenaba, pues había comenzado a deshacerse por la humedad y por el frío y ahora necesitaba un service para recuperar su color y su consistencia original.
Poco antes de irnos, ella fue al baño y al volver me sorprendió cavilando en la mesa: . –¿Cuál es el problema con tú? –me preguntó en inglés–. ¿Qué eres tú pensando? –Nada –respondí–. Pensaba en este frío maldito que estropea cicatrices...
Pero mentí: yo había pensado en aquel frío sólo por un instante. Después había mirado la calle que se orientaba hacia la nada, y había tratado de imaginar qué andaría haciendo la poca gente que, de cuando en cuando, producía breves interrupciones en la constancia de aquel paisaje urbano vacío. Toqué el cristal helado; olí los bordes de la copa verde de ella para reconocer su olor, y volví a pensar en las figuras que iban pasando tras los cristales, esfumadas por el vapor humano de la pizzería. Entonces quise saber por qué cualquier humano desplazándose por esas calles, siempre me parecía encubrir a un terrorista irlandés, llevando mensajes, instrucciones, cargas de plástico, equipos médicos en miniatura y todo eso que ellos atesoran y mudan, noche por medio, de casa en casa, de local en local, de taller en taller, y hasta de cualquier sitio en cualquier otro sitio. "¿Por qué?" –me preguntaba" ¿Por qué será?" Trataba de entender, mientras mi bella Muchachita estaría cerquísima pishando, o lavándose con agua tibia, y cuando apenas tironeé del hilito de la tibieza de su imagen, estalló en mil fragmentos una granada de visiones y asociaciones íntimas, intensas, pero por rúas, por argentinas y por inconfesables, poco leales hacia ella. ¿Hay Dios? No creo que haya Dios, pero algo o alguien me castigó, porque cuando advertí que estaba siendo desleal e innoble con mi Muchachita Punk y sentí que empezaba a crecer en mi cuerpo –o en mi alma–, la deliciosa idea del pecado, cruzó por la vidriera la forma de un ciclista, y lo vi pedalear suspendido en el frío y supe que ése era el hombre cuyo falso pasaporte francés ocultaba la identidad del ex jesuita del IRA que alguna vez haría estallar con su bomba de plástico el pub donde yo, esperando algún burócrata de BAT, encontraría mi fin y entonces cerré los ojos, apreté los puños contra mis sienes y la vi pasar a ella apurada por la vereda del pub, zafé de allí, corrí tras ella respirando el aire libre y perfumado de abril en Londres, y en el instante de alcanzarla sentimos juntos la explosión, y ella me abrazaba, y yo veía en sus ojos –dos espejos azules que ese hombre que rodeaban los brazos de mi Muchacha Punk no era más yo, sino el jesuita de piel escarbada por la viruela, y adiviné que pronto, entre pedazos de mampostería y flippers retorcidos, Scotland Yard identificaría los fragmentos de un autor' que jamás pudo componer bien la historia de su Muchacha Punk. Pero ella ahora estaba allí, salía del texto y comenzaba a oír mi frase: ' –Nada... pensaba en este frío maldito que arruina cicatrices... –oía ella.
Y después inclinaba la cabeza (¡chau irlandeses!), me clavaba sus espejos azules y decía "gracias", que en inglés ("agradecer tú", había dicho en su lengua con su lengua), y en el medio de la noche inglesa, me hizo sentir que agradecía mi solidaridad; yo, contra el frío, luchando en pro de la consevación de su preciosa cicatriz, y que también agradecía que yo fuera yo, tal como soy, y que la fuera construyendo a ella tal como es, como la hice, como la quise yo.
Debió advertir mis lágrimas. Justifiqué: –Tuve gripe. . . además. . . ¡El frío me entristece, es un bajón...! "¡lt downs me!" traduje–. ¡Eso abájame! –¡Vayamos al hotel! –dije yo, ya sin lágrimas.
–¡Hotel no! –dijo ella, la historia se repite.
No insistí. Entonces no sabía –sigo sin saber–, cómo puede alguien imponer su voluntad a una muchacha punk. Salimos al frío; calaba. Los huesos. Ni un alma. Por las calles. Llamé a un taxi. El no paró. Pronto se acercó otro. Se detuvo y subimos. Olía a transpiración de chofer y a gas oil. Mi Muchacha nombró una calle y varios números. imaginé que viviría en un barrio bajo, en una pocilga de subsuelo, o en un helado altillo y calculé que compartiría el cuarto con media docena de punks malolientes y drogados, que a esa altura de la noche se arrastrarían por el suelo disputando los restos de la comida, o, peor, los restos de una hipodérmica sin esterilizar que circularía entre ellos con la misma arrogante naturalidad con que nuestros gauchos se dejan chupar sus piorreicas bombillas de mate frío y lavado. Me equivoqué: ella vivía en un piso paquetísimo, frente a Hyde Park. En la puerta del edificio decía "Shadley House". En la puerta de su apartamento –doble batiente, de bronce y de lujuria –decía "R. H. Shadley".
–Es la casa de mi familia –dijo humilde mi Punk y pasamos a una gran recepción. A la derecha, la sala de armas conservaba trofeos de caza y numerosas armas largas y cortas se exhibían junto a otras, más medianas, en mesas de cristal y en vitrinas. A la izquierda, había un salón tapizado con capitoné de raso bordeaux que brillaba a la luz de tres arañas de cristal grandes como Volkswagens. El pasillo de entrada desembocaba en un salón de música, donde sonaban voces. Al pasar por la puerta ella gritó "hello" y una voz le devolvió en francés una ristra de guarangadas. Detrás pasaba yo, las escuché, memoricé nuestra oración "queterrecontra" y con una mirada relámpago, busqué la boca sucia y gala en el salón. No la identifiqué. En cambio vi dos pianos, una pequeña tarima de concierto, varios sillones y dos viejos sofás enfrentados.
Entre ellos, sobre almohadones, media docena de punks malolientes fumaban haschich disputando en francés por algo que no alcancé a entender.
Un negro desnudo y esquelético yacía tirado sobre la alfombra purpúrea. Por su flacura y el color verdoso de su piel me pareció un cadáver, pero después vi sus costillas que se movían espasmódicamente y me tranquilicé: epilepsia.
Imaginé que el negro punk entre sus sueños estaría muriéndose de frío, pero no sería yo quien abrigase a un punk esa noche de perros, estando él, punk, reventado de droga punk entre tantos estúpidos amigos punk.
Copamos la cocina. Mi Muchacha me dijo que los batracios del salón de música eran "su gente" y mientras trababa la puerta me explicó que estaban enculados ("angry", dijo) con ella, porque les había prohibido la entrada a la cocina. Ellos argumentaban que era una "zorra mezquina", creyendo que la veda obedecía a su deseo de impedir depredaciones en heladeras y alacenas, pero el motivo eran las quejas y los temores de los sirvientes de la casa, que en varias oportunidades habían topado contra semidesnudos punks que comían con las manos en un área de la casa que el personal consideraba suya desde hacía tres generaciones y en la que siempre debían reinar las leyes de El Imperio. Ese día había recibido nuevas quejas del ama de llaves, pues uno de los punks, el marroquí, había estado toqueteando las armas automáticas de la colección y cuando el viejo mayordomo lo reprendió, el punk le había hecho oler una daga beduina, que siempre llevaba pegada con cinta adhesiva en su entrepierna. Coreen estaba entre dos fuegos y muy pronto tendría que elegir entre sus amigos y la servidumbre de la casa. Vacilaba: –Son unos cerdos malolientes hijos de perra –me dijo refiriéndose a los dos franceses, cl marroquí, el sudanés y el americano, quien además –contenía "costumbres repugnantes". No pude saber cuáles, pero me senté en un banquito a imaginar media docena de posibilidades punk, mientras ella filtraba un delicioso café con canela. Cuando la cafetera ya borboteaba, me contó que aquel departamento había sido de los abuelos de su madre, que era una crítica de museos que trabajaba en New York. El padre, veinte años mayor, se había casado por prestigio, tomando el apellido de la mujer cuando lo hicieron caballero de la reina vieja en recompensa de sus 'sevicios de espía, o policía, en la India.
Vinculado a la compañía de petróleo del gobierno, el viejo había hecho una apreciable fortuna y ahora pasaba sus últimos años en África, administrando propiedades. Mi Muchacha Punk lo admiraba. También admiraba a su madre. No obstante, al referirse a las relaciones de los dos viejos con ella y con su hermana mayor, puntualizó varias veces que eran unos "hijos de perra malolientes". Creí entender que había un banco encargado de los gastos de la casa, los sueldos de los sirvientes y choferes y las cuentas de alimentos, limpieza e impuestos, y que las dos muchachas –la mía y su hermana recibían cincuenta libras. "Cerdos malolientes", había vuelto a decir tocándose la cicatriz y explicando que el service –que en tiempos de humedad debía realizarse semanalmente le costaba veiticinco libras, y que así no se podía vivir. Pedía mi opinión. Yo preferí no tomar el partido de sus padres, pero tampoco quise comprometerme dando a su posición un apoyo del que, a mí, moralmente, no me parecía merecedora. Entonces la besé.
Mientras bebía el café la muchacha salió a arreglar algunos asuntos con sus amigos. Yo aproveché para mirar un poco la cocina: estábamos en un cuarto pilo, pero uno de los anaqueles se abría a un sótano de cien o más metros cuadrados que oficiaba de bodega y depósito de alimentos. Había jamones, embutidos y ciento cuarenta y cuatro cajas con latas de bebidas sin alcohol y conservas. vi cajones de whisky, de vinos y champañas de varias marcas.
Contra la pared que enfrentaba a mi escalera, dormían millares de botellas de vino, acostadas sobre pupitres de madera blanca muy suave.
Había olor a especias en el lugar. Calculé un stock de alimentos suficiente para que toda una familia y sus amigos argentinos sitiados pudiesen resistir el asedio del invasor normando por seis lunas, hasta la llegada de los ejércitos libertadores del Rey Charles, y al avanzar los atacantes, obligándonos a lanzar nuestras últimas reservas de bolas de granito con la gran catapulta de la almena oeste, apareció otra vez mi princesita punk, que repuesta del fragor del combate, volvía a trabar la puerta con dos vueltas de llave y me miraba, carita de disculpa.
Yo dije, por decir, que me parecía justificado el temor de sus sirvientes. "Nunca se sabe", dije en español, y le aclaré en inglés "es no fácil saber". Ella se encogió de hombros y dijo que sus amigos eran capaces de cualquier cosa, "como pobre Charlie". Quise saber quién era "pobre Charlie" y me contó que era un pariente, que se había hecho famoso cuando arrancó las orejas de una bebita en Gilderdale Gardens pero que ahora envejecía olvidado en un asilo cercano a Dundall, fingiéndose loco, para evitar una condena.
Entonces volvió a preguntar mi nombre y el de mis padres y se rió. También volvió a hablarme de su cicatriz que había costado cincuenta libras: el precio de su pensión semanal, "como una substancia de hecho". El banco le liquidaba cincuenta libras por semana a mi Muchacha y otras tantas a su hermana mayor, pero el maquillaje requería service. (Estoy seguro de haberlo escrito, pero ella volvía a contármelo y yo soy respetuoso de mis protagonistas. El arte –pienso debe testimoniar la realidad, para no convertirse en una torpe forma de onanismo, ya que las hay mejores.) Necesitaba service la cicatriz y le impedía, entre otras cosas, la práctica de natación y de esquí acuático. Coreen adoraba el esquí y las largas estadías al aire libre en tiempo de humedad y me invitó con un cigarrillo de marihuana: un joint. Lo rechacé porque había bebido mucho, me sentía ebrio de planes, y no quería que una caída súbita de mi presión los echara a perder. Mi Muchacha empapaba el papel de su pequeño joint con un líquido untuoso que guardaba en la miniatura de Coke de su colgante de oro. "Aceite de heroína", explicó. Ella había sido adicta y friendo ese juguito que impregnaba el papel y la yerba, tranquilizaba sus deseos.
Hacía un año que venía abandonando el hábito, temía recaer en los pinchazos que habían matado a sus mejores amigos una noche en París –septicemia y ahora quería curarse y salir de aquello porque su pensión no le alcanzaba para solventar el hábito: ya bastantes problemas le traía el service de su maquilladora. Después volvió a dejarme solo en la cocina, fue al baño y yo robé del sótano una lata de queso cammembert, y a medida que me lo iba comiendo con mi cuchara de madera, hice una recorrida por las dependencias de la cocina: arte testimonial.
Amén de varios hornos verticales, y un gran hogar revestido de barro para hacer pan en la sala contigua tenían una máquina de asar eléctrica, con un spiedo que mediría tres metros de ancho por uno de circunferencia. Calculé que un pueblo en marcha hacia la liberación podía asar allí media docena de misioneros mormones ante un millar de fervientes watussi desesperados por su alícuota de dulzona carne de misionero mormón rotí. Más allá de la sala estaba el depósito de tubos de gas, leñas, carbón y especias. Olía a ajo el lugar, pero no vi ajo sino ramas de laurel y bolsas de yute con hierbas aromáticas que no supe calificar. ¿Romero? ¿Peter Nollys? ¿Kelpsias? ¡vaya uno a distinguir las sofisticadas preferencias de esos maniáticos magnates británicos...! Cuando Coreen –mi Muchacha Punk, dueña y señora de la casa volvía del –baño, trabó la puerta que separaba la cocina del office –al que ella llamaba "hogar" en inglés de los salones donde seguían gritándose barbaridades sus amigos. Ignoro lo que habrán dicho ellos, pero como resumen dijo que eran unos piojos hijos de perra; grave. Prendió otro joint con la brasa de mis 555, y –¡Achalay!– nos fuimos con él a apestar el dormitorio de su hermana, donde, dormiríamos, pues el suyo venía desordenado de la tarde anterior.
El pasillo que llevaba a los cuartos, estaba custodiado por grandes cuadros que parecían de buena calidad. Reparé en el piso: listones de roble enteros se extendían a lo largo de quince o veinte metros. Sin alfombra ni lustre alguno, la madera blanca repulida me evocó la cubierta de aquellos clippers que se hacía construir la pandilla de nobles que rondaba a Disraeli para gastar sus vacaciones en Gibraltar. ¡Un derroche! El cuarto de la hermana era amplio, sobriamente alfombrado, y en un rincón había una piel de tigre, en otro, una de cebra viel y otras pieles gruesas que supuse serían de algún lanar exótico, pues eran más grandes que las pieles de las ovejas más grandes que mis ojos han visto y que las que cualquier humano podría imaginar con o sin joints embebidos en substancias equis.
Nos acostamos. Tercera decepción del narrador: mi Muchacha Punk era tan limpia como cualquier chitrula de Flores o de Belgrano R. Nada previsible en una inglesa y en todo discordante con mis expectativas hacia lo punk. ¡Las sábanas...! ¡Las sábanas eran más suaves que las del mejor hotel que conocí en mi vida! Yo, que por mi antigua profesión solía camouflarme en todos los hoteles de primera clase y hasta he dormido –en casos de errores en las reservas que de ese modo trataron los gerentes de repararen suites especiales para noches de bodas o para huéspedes VIP, nunca sentí en mi piel fibras tan suaves como las de esas sábanas de seda suave, que olían a lima o a capullitos de bergamota en vísperas de la apertura de sus cálices. Tercera decepción del lector: Yo jamás me acosté con una muchacha punk. Peor: yo jamás vi muchachas punk, ni estuve en Londres, ni me fueron franqueadas las puertas de residencias tan distinguidas. Puedo probarlo: desde marzo de 1976 no he vuelto a hacer el amor con otras personas. (Ella se fue, se fue a la quinta, nunca volvió, jamás volvió a llamarme. La franquean otros hombres, otros. Nos ha olvidado; creo que me ha olvidado).
Cuarta decepción del narrador: no diré que era virgen, pero era más torpe que la peor muchacha virgen del barrio de Belgrano o de Parque Centenario. Al promediar eso (¿el amor?) le largó a declamar la letanía bien conocida por cualquier visitante de Londres: "ai camin ai camin ai camin ai camin ai camin", gritaba, gritaba, gritaba, sustituyendo los conocidos "ai voi ai voi ai voi ai voi" de las pebetas de mi pago, que sumen al varón en el más turbado pajar de dudas sobre la naturaleza de ese sitio sagrado hacia el que dicen ir las muchachas del hemisferio sur y del que creen venir sus contrapartidas británicas. Pero uno hace todo esto para vivir y se amolda. ¡vaya si se amolda! Por ejemplo: Y después se durmió. Habrá sido el vino o las drogas, pero durmió sonriendo, y su cuerpo fue presa de una prodigiosa blandura. Miré el reloj: eran las 5.30 y no podía pegar un ojo, tal vez a causa del café, o de lo que agregamos al café.
Revisé los libros que se apilaban en la mesa de luz del cuarto de la hermana (le mi Muchacha Punk. ¡Buenos libros! Blake, Woolf, Sollers: buena literatura. ¡Cortázar en inglés! (¡Hay que ver en una de esas camas señoriales lo que parece el finado Cortázar puesto en inglés!) Había manuales de física y muchos números de revistas de ciencias naturales y de Teoría de los Sistemas.
Separé algunas para informarme qué era esa teoría que yo desconocía pero que justificaba tina publicación mensual que ya iba por el número ciento treinta y cuatro. Las miré. interesante: enriquecería mi conversación por un tiempo.
Andaba en eso citando llegó la hermana de mi Muchacha Punk con su novio. La chica dijo llamarse Dianne y era naturista, marxista, estudiaba biología, odiaba las drogas, despreciaba a los punks y no tomó nada bien que estuviésemos acostados en su cuarto, pero disimuló. Cuando le hablé, su expresión se hizo aún más severa como reprochando que un desnudo, desde su propia cama, se dirigiese a ella en un inglés tan choto.
No le gusté y ella no pudo disimularlo más.
En cambio el novio me mostró simpatía. Era estudiante de biología, naturista, marxista, odiaba profundamente a las punks y manifestó un intenso desprecio hacia las drogas y sus clientes.
Creo que de no haber mediado el episodio del encuentro y la irritación de su novia, habríamos podido entablar tina provechosa amistad. Me convidaron con sus frutas, algo muy delicioso, parecido al níspero y muy refrescante, que erradicó de mis encías el gustito a Coreen. Ella, a pesar de nuestra conversación en voz muy alta, mis gritos angloargentinos, mis carcajadas y 1()s mendrugos de risa que alguno de mis chistes lograron de la bióloga, no despertaba.
Dije a los chicos que me vestiría y que debía partir pues me –esperaban en mi hotel. Ellos dijeron que no era necesario, que siempre dormían en el suelo por motivos higiénicos y que yo podía seguir leyendo, pues "'la luz de la luz no nos molesta". Así dijeron. Se desnudaron, se echaron sobre una piel de oso y se cubrieron hasta los ojos con una manta hindú. De inmediato entraron en un profundo sueño y los vi dormir y respirar a un mismo ritmo, boca arriba y agarraditos de las manos. Pero yo no podía dormir; apagué la luz de la luz y estuve un rato velando y escuchando el contraste entre las respiraciones simétricas de la pareja, y la de Coreen, más fuerte y de ritmo más que sinuoso.
Prendí la luz y revisé el reloj: serían las siete, pronto amanecería. Acaricié los pelos de mi Muchacha, su carita, sus lindísimos hombros y sus brazos, y casi estuve a punto de hacer el amor una vez más, pero temí que un movimiento involuntario pudiese despertarla. Aproveché para mirar su piel delicada y suave. Nada punk, muy aristocrática la piel de mi Muchacha. Le estudié bien el agujerito de la nariz: medía seis milímetros de ancho y formaba una estrella de cinco puntas. ¿O eran cinco milímetros y la estrella tenía seis puntas? Nunca lo volveré a mirar. Para esta historia basta consignar que estaba dibujado con precisión y que debió ser obra de algún cirujano plástico que habrá cargado no menos de quinientos pounds de honorarios. ¡Un derroche! Miré la cicatriz de la mitad izquierda de mi chica: había perdido más color y estaba apelmazada por el roce de mi mentón que la barba crecida de dos días tornó abrasivo. Me apenó imaginar que en la tarde siguiente, al despertar, mi Muchachita Punk me guardaría rencor por eso. Escribí un papelito diciendo que el service quedaba a mi cargo y lo dejé abrochado con un clip junto a un billete de cincuenta libras que había comprado tan barato en Buenos Aires, en la garganta de su botita de astrakán. Así asumía mi responsabilidad, y ella no necesitaría esperar otra semana para poner su cicatriz a cero kilómetro. Actué como hombre y como argentino y aunque nadie atine nunca a determinar qué espera un punk de la gente, yo no podía permitir que al otro día mi Muchachita se amargase y anduviera por todas las discotheques de Londres insinuando que nosotros somos unos hijos de perra que perturbamos sus cicatrices y no pagamos el service, desmereciendo aún más la horrible imagen de mi patria que desde hace un tiempo inculcan a los jóvenes europeos. Me vestí. Al dejar el cuarto apagué las luces. Para salir destrabé la cerradura de la cocina pero volví a cerrarla y deslicé la llave bajo la puerta. Los punks seguían peleando: el africano reprochaba a los otros no haberlo despertado para la cena. Otro lloraba, creo que era el francés.
Después oí una sílabas rarísimas: era alguien que hablaba en holandés.
Gracias a Dios no me vieron y encontré un taxi no bien salí a la calle, fría como una daga rusa olvidada por un geólogo ruso recién graduado en la heladera de un hotel próximo a las obras suspendidas de Paraná Medio.
La tarde siguiente, leí en The Guardian que durante la noche catorce vagabundos, a causa del frío, habían muerto, o crepado, estirando sin rencor sus veintitantas vagabundas patas inglesas, en pleno corazón de la ciudad de Londres.
Hicieron no sé cuántos grados Farenheit; calculo que serían unos diez grados bajo cero, penique más, penique menos. En el hotel me pegué un baño de inmersión y calentito y con el agua hasta la nariz leí en la edición internacional de Clarín las hermosas noticias de mi patria. Quise volver.
Al día siguiente 'volé a Bonn y de allí fui a Copenhague. Al cuarto día estaba lo más campante en Londres y no bien me instalé en el hotel quise encontrar a mi Muchacha Punk. No tenía su teléfono; su nombre no figura en el directorio de la vieja ciudad. Corrí a su casa. Me recibió amistosamente Ferdinand, el novio de la hermana: mi Muchacha estaba en New York visitando a la madre y de allí saltaría a Zambia, para reunirse con el padre. volvería recién a fines de abril, y él no me invitaba a pasar porque en ese momento salía para la universidad, donde daba sus clases de citología. Tipo agradable Ferdinand: tenía un Morris blanco y negro y manejaba con prudencia en medio de la rougb hour de aquel atardecer de invierno. Se mostró preocupado porque hacía un año le venían fallando las luces indicadoras de giro del autito. Le sugerí que debía ser un fusible, que seguramente eso era lo más probable que le sucedería al Morris. Rumió un rato mi hipótesis y finalmente concedió: –No lo sé, tal vez tengas razón...
Me dejó en victoria Station, donde yo debía comprar unos catálogos de armas y unos artículos de caza mayor para mi gente de Buenos Aires.
Nos despedimos afectuosamente. El armero de Aldwick era un judío inglés de barbita con rulos y trenzas negras, lubricadas con reflejos azules.
Entre él y el librero de victoria Embankment –un paquistaní– acabaron de estropearme la tarde con su poca colaboración y su velada censura a mi acento. El judío me preguntó cuál era mi procedencia; el pakistano me preguntó de dónde yo venía. Contesté en ambos casos la verdad. ¿Qué iba a decir? ¿Iba a andar con remilgos y tapujos cuando más precisaba de ellos? ¿Qué habría hecho otro en mi lugar...? ¡A muchos querría ver en una situación como la de aquel atardecer tristísimo de invierno inglés...! Oscurecía. Inapelable, se nos estaba derrumbando la noche encima. Cuando escuchó la palabra "Argentina", el armero judío hizo un gesto con sus manos: las extendió hacia mí, cerró los puños, separó los pulgares y giró sus codos describiendo un círculo con los extremos de los dedos. No entendí bien, pero supuse que sería un ademán ritual vinculado a la manera de bautizar de ellos.
El paqui, cuando oyó que decía "Buenos Aires, Argentina, Sur" arregló su turbante violeta y adoptó una pose de danzarín griego, tipo Zorba (¿O sería una pose de danza del folklore de su tierra...?). Giró en el aire, chistó rítmicamente, palmeó sus manos y (cantó muy desafinado la frase "cidade maravilhosa dincantos mil", pero apoyándola contra la melodía de la opereta Evita.
Después volvió a girar, se tocó el culo con las dos manos, se aplaudió, y se quedó muy contento mostrándome sus dientes perfectos de marfil.
Sentí envidia y pedí a Dios que se muriera, pero no se murió. Entonces le sonreí argentinamente y él sonrió a su manera y yo miré el pedazo visible de Londres tras el cristal de su vidriera: pura noche era el cielo, debía partir y señalé varias veces mi reloj para apurarlo. No era antipático aquel mulato hijo de mala perra, pero, como todo propietario de comercio inglés, era petulante y achanchado: tardó casi una hora para encontrar un simple catálogo de Webley & Scott. ¡Así les va...!

(1979)

Fito Páez en Dreams Valdivia

Sólo 21 temas en una hora 35 minutos de concierto bastaron para que los más de 1500 asistentes al Hotel y Casino Dreams, quedaran deleitados con el talento de uno de los más reconocidos cantautores latinoamericanos.

Y es que Fito Páez logró encantar a sus seguidores con un concierto íntimo, delicado y sobrio. Antes de hacer un recorrido al piano por su trayectoria, el cantante argentino abrió su recital con emotivas palabras para los 33 mineros que fueron hallados con vida tras 17 días bajo tierra en la tercera región.

Tras 19 minutos en el escenario (a las 21:29), Páez se dio tiempo para bromear con el público contando episodios de su relación amor-odio con el español Joaquín Sabina. El trasandino señaló que de todas sus peleas salió un bonito disco y aseguró que la de ayer sería la segunda oportunidad que cantaría en vivo el tema ”si volvieran los dragones”, del disco Enemigos Íntimos.

Estas es una de las canciones más bonitas de la historia”. Con esas palabras el talentoso cantante anunciaba (a las 22:01) un tema que dejó al público admirando su voz, se trató de gracias a la vida”, de la recordada folclorista chilena Violeta Parra., que Páez cantó con especial sutileza.

Pero si de momentos emotivos se trata, el autor de 11 y 6 logró estremecer el corazón de los asistentes cuando se atrevió a cantar a capella (22:31) una de las piezas más emocionantes de la fallecida Mercedes Sosa, ”yo vengo a ofrecer mi corazón.

Moris

Mauricio "Moris" Birabent (19/11/42) fundó Los Beatniks, la banda que grabó el primer simple del rock argentino: "Rebelde". Entre 1967 y 1970 grabó varios temas, que serían publicados en el LP "Treinta minutos de vida" (1970), entre los cuales se destacan "El Oso" y "De nada sirve". Si ya contaba con cierto prestigio por haber creado "Ayer Nomás" (el tema que popularizaron Los Gatos y cuya versión original también se incluyó en este álbum), es con este disco que se termina de imponer como un grande la música vernácula.

La segunda placa ("Ciudad de guitarras callejeras", 1973) tiene un estilo más tanguero y se recuerdan los temas "El mendigo de Dock Sud"y "Mi querido amigo Pipo", dedicado a Lernoud. En ella participaron Litto Nebbia y Ciro Fogliatta.

En 1975 emigró a España, donde les enseñó -hecho reconocido por ellos mismo- que podía cantarse rock en castellano. Allí se popularizó por su versión de "Zapatos de gamuza azul", el hit de Carl Perkins ("Blue Suede Shoes"). Su siguiente éxito fue "Fiebre de vivir" (1978), que editó en Argentina al año siguiente. En una etapa de revivals del Rock Nacional, presentó este material en Obras, el 15 de abril de 1980. De allí en más, retornó a nuestro país para presentar cada uno de sus discos, con un poder de convocatoria en descenso.

"Moris y amigos" es un disco doble grabado en Madrid y no editado oficialmente en Argentina. Lo acompañan Ciro Fogliatta (teclados), Bermudez (batería), Rafael Folki (bajo) y Toni García (teclados).

Desde 1989 su banda la integraban su hijo Antonio Birabent y Marcelo Ferraro (guitarras), Ricardo Martínez (batería), Alejandro Schanzenbach (bajo) y Juan Raffo (teclados).

"Sur y después" (1995) fue el tercer disco editado en Argentina, en más de 30 años de actividad. «Constituye un auténtico retorno al candelero del más auténtico, impredecible y poético de aquellos pioneros que en los tempranos sesentas comenzaron a alborotar la ciudad bajo la certeza de que la música para los jóvenes no podía ser sólo lo que proponía "El Club del Clan"» (Página/12, 11/10/95). En un hecho atípico para el rock, este material fue presentado en el Teatro Cervantes junto a la Orquesta Nacional de Música Argentina.

"Cintas secretas" (2005) registra temas históricos registrados en vivo. Moris comenta: "es la manera más verdadera de estar ahí, en esos conciertos, porque las grabaciones sólo fueron digitalizadas y masterizadas, pero no han tenido ni agregados ni modificaciones".

Linkin Park se reinventa en 'Thousand Suns'

La banda californiana Linkin Park celebra el décimo aniversario de su carrera discográfica con el lanzamiento en septiembre de "Thousand Suns", el álbum más experimental hasta la fecha de los embajadores del rapcore.

El tema "The Catalyst" servirá como adelanto del esperado trabajo del grupo y debutará en las radios de todo el mundo a partir del 2 de agosto.

"Nos planteamos hacer algo diferente, usar instrumentos distintos. Creo que nuestro último disco ("Minutes to Midnight", 2007) fue el principio de esa exploración de nuevos sonidos y con éste nos retamos aún más para hacer cosas fuera de lo que lo que estamos acostumbrados", dijo a Efe el batería Rob Bourdon.

Ese experimento dio como resultado un producto compacto, que combina lo lírico y lo "duro", que está aún en fase de mezcla para su estreno el 14 de septiembre.

"Conseguimos nuestro objetivo", afirmó satisfecho Bourdon, que invitó a los seguidores de Linkin Park a que presten atención al álbum "de principio a fin".

"Te lleva en un viaje en el que unas canciones están relacionadas con otras, se complementan. Tienen mayor impacto cuando se escuchan todas juntas", indicó el percusionista quien, al igual que sus compañeros, es consciente de que su evolución podría no ser del agrado de todos los fans.

"Intentamos no preocuparnos sobre lo que otra gente pueda pensar cuando estamos haciendo canciones porque no es productivo", comentó el cantante Chester Bennington para el que una década después de que publicaran su exitoso "Hybrid Theory" en el año 2000 el grupo ha madurado.

"La música que hacemos ahora es el resultado de intentar presionarnos a nosotros mismos para hacer algo único. Espero que no sonemos como la misma banda que éramos (cuando empezamos) porque eso es específicamente lo que no hemos querido que ocurra durante toda nuestra carrera", manifestó Bennington.

Los creadores de temas como "Somewhere I belong", "Numb" o "In the End" justificaron su obsesión por reinventarse por el bien de la formación ya que de otra forma "sería aburrido" y no les motivaría seguir haciendo música, señaló Bourdon.

"Thousand Suns" será el cuarto álbum de estudio de Linkin Park después de "Hybrid Theory" (2000), "Meteora" (2003) y "Minutes to Midnight" (2007) y el segundo que realizan con la supervisión del productor Rick Rubin, especialista en cosechar éxitos discográficos con artistas como Johnny Cash o grupos como Public Enemy, AC/DC o U2.

"Ha llevado un par de años" comentó Bennington, quien detalló que el álbum tendrá una duración aproximada de 40 minutos.

"Una de las grandes cosas de trabajar Rubin es que no nos fijamos un plazo para terminar el disco. Que (el proceso) dure el tiempo que sea. Hay que dejar que las cosas fluyan. Es un sistema divertido e indoloro, lo que pasa que lleva tiempo", explicó el vocalista.

Este planteamiento abierto llevó al grupo a dejar en manos de los fans la última pieza que completará el puzzle de "Thousand Suns".

A través de su página myspace, Linkin Park invitó a sus incondicionales a hacer su propia versión del single "The Catalyst" teniendo como base unas pistas facilitadas por ellos con el plan de incluir la que más les guste en el nuevo álbum, una propuesta que les resultó estimulante aunque arriesgada.

"Aterroriza la idea, es como si eres un pintor y le dices a alguien que puede pintar una esquina de tu lienzo. Seguro que piensas que va a quedar mal o que no va a ser consistente con el resto del cuadro", dijo Bennington, poco optimista.

"No es inteligente pensar que vamos a encontrar algo que nos satisfaga a todos, aunque la respuesta de la gente ha sido sobrecogedora. Puede ocurrir que tengamos tan buen material que lo difícil sea al final elegir lo mejor de entre todo lo bueno".

Linkin Park comenzará su gira mundial el 7 de octubre con un concierto en Buenos Aires, que será seguido por actuaciones en Santiago de Chile (9 de octubre) y Sao Paulo (11 de octubre), antes de tomar rumbo a Europa donde en principio no está previsto que pasen por España.

"Nuestra meta es sacar más música más a menudo. Estaríamos listos para volver al estudio en septiembre, pero también queremos ir de gira. Nos vamos a pasar el resto de nuestra carrera tratando de encontrar el equilibrio entre estar en el estudio y en la carretera", confesó Bennington.

Elvis Presley


Elvis Aaron Presley nació el 8 de enero de 1935, en el Poblado de Tupelo, Mississipi. Como hijo gemelo sobreviviente de Vernon y Gladys Smith Presley, quienes trabajaban en una compañía de pinturas y en un hospital como enfermera, respectivamente, el jovencito de ojos melancólicos vivió una vida de apego a su madre, particularmente tras el cambio de residencia familiar a la ciudad de Memphis, Tennesee, donde a partir de sus trece años empezó a desarrollar un interés por el blues de los negros.
Tras graduarse de la escuela secundaria, Elvis se empleó como chofer de tractor en una compañía de electricidad, hasta que cierto sábado de julio de 1953 decidió acudir a la modesta compañía de discos Sun, para realizar una grabación privada de la canción "My Happiness", que le regalaría a su madre el día de su aniversario.
Apenas un año después, Elvis regresó al estudio de Sun Records con el propósito de grabar un segundo disco privado, que incluiría las canciones "Amor de ocasión" y "Nunca permaneceré en tu camino". Fueron precisamente estas interpretaciones las que le abrirían el camino hacia la fama y el éxito al llamar la atención del promotor Sam Phillips.

1956 fue un año decisivo en la carrera de Elvis, ya que grabó por primera vez en los estudios neoyorkinos de la RCA su versión a la canción de Carl Perkins Blue Suede Shoes, así como 7 selecciones más para su primer LP con la prestigiada compañía estadounidense. En ese mismo año, su éxito "El hotel de los corazones rotos" lo convirtió en millonario vendedor de discos. Fue precisamente a consecuencia de su carisma y talento como intérprete, que una de las principales compañías de películas decidió que valía la pena capitalizar su éxito en las taquillas de los cines con su primer largometraje, originalmente titulado "The Reno Brothers", pero renombrada "Love Me Tender" en honor a una de sus canciones más sentidas.
Ya desde el año de 1955, y a raíz de que Elvis empezó a trabajar con el coronel Parker, y los célebres Scotty Moore, Bill Black y DJ Fontana, la mercadotecnia hizo acto de presencia. Como cabía esperar, en sus conciertos se empezaron a vender todo tipo de souvenirs: corbatas, balones, sombreros, gorras, camisetas, calcetines y cualquier cosa que a finales de siglo forma parte indispensable de la gira de cualquier grupo de rock que se precie de su fama.

El 24 de marzo de 1958, Elvis Presley ingresó al ejército de los Estados Unidos de América, enterrando con ello la que sería su epoca más interesante como cantante e innovador. Asignado recluta al fuerte Chaffee de Arkansas, el ídolo de las jovencitas de los años cincuenta permitió que le cortaran el copete.
Desgraciadamente, la imagen de seguridad que se proponía proyectarle al mundo se empezó a derrumbar el 14 de agosto de 1958, cuando a la edad de 42 años, su madre dejó de existir. "He perdido lo mejor que tenía", declaró a la prensa el día en que los reporteros lo enfrentaron con sus micrófonos.
A la distancia resulta difícil afirmar que el ejército fue el que transformó en hombre al jovencito de las caderas inquietas y el copete envaselinado, lo cierto es que Elvis regresó a su país transformado, con la chica a la que amaba, con una madrastra y su hábito por las pastillas para dormir. Pero nada de esto, ni siquiera su falta de conciertos, afectó el carino que sus admiradoras sentian por él.
Con el nacimiento de su hija Lisa Marie, la popularidad de Elvis recibió un nuevo ascenso. A partir de ese momento, la letra de las canciones que cantaba se convirtieron en poemas llenos de amor, vivencias, sustancia y realidad. En esta tercera etapa sus mayores éxitos fueron canciones del tipo de "Suspicious Minds", "In the Ghetto" o "Burning Love". Priscilla, por su parte, se consolaba de los rumores de las citas furtivas de Elvis con sus admiradoras entendiéndose con el profesor de karate de su marido.
Elvis pasó de la depresión a la esquizofrenia, de la melancolía a la hiperactividad, de la amabilidad a la ira y a la histeria, de sus 70 kilos de peso a los más de 115 que lo aislaron en las paredes de Graceland.
Las pocas presentaciones personales que Elvis realizó en aquella época fueron de mal en peor. En escena, daba la impresión de que no le importaba nada, ni la música, ni su imagen, ni sus largos monólogos que cada día se volvían más incomprensibles. No cabía duda de que el Rey se hallaba gravemente enfermo física, espiritual y emocionalmente.
Pocos días antes de su muerte, Elvis ya no coordinaba sus ideas; perdía la Memoria y caía en incoherencias. Fue así que el martes 16 de agosto de 1977, a las 2:20 de la tarde, Joe Esposito, manager y administrador de Elvis decidió presentarse en su habitacion para terminar de arreglar con él lo referente a unos conciertos que estaba organizando. Al no encontrarlo en su cama, se dirigió al baño, donde yacía en el suelo.
Al enterarse de la muerte del rey a los 42 años, el mundo cambió su ritmo. En Inglaterra hubo quienes espontáneamente vistieron de luto. En París, "Le Monde" le rindió homenaje pósturno y en Japón los locutores lloraron abiertamente ante el micrófono. Los admiradores llegaron a carretadas a Graceland para formar parte
del cortejo fúnebre que acompanaría a Elvis a su última morada. "El Rey ha muerto, descanse en paz", fue el coro que se escuchó en los corazones de sus seguidores.

Rosario tendrá su segundo Festival Internacional de Percusión en el CCPE


Un encuentro destinado a estudiantes, profesionales y al público en general que indaga en una de las formas más antiguas y participativas de la música. Con el objetivo de ser un espacio que genere redes de vinculación con músicos e instituciones de excelencia en el país y el mundo, que difunda y apoye el trabajo de percusionistas, compositores y educadores locales, este Festival desarrollará en sus dos días talleres, charlas, clases magistrales, clínicas, conciertos, conferencias, exposición de instrumentos y estrenos. Desde la percusión sinfónica o académica a la popular; desde la tradicional a la de vanguardia; desde el trabajo con el sonido hasta el que se hace con el cuerpo.

Este segundo Festival, en homenaje a Ramiro Musotto, contará con figuras y profesores de distintas áreas: Hugo Alcázar (Perú: afroperuana y jazz), Gerardo Salazar (Chile: sinfónica), Fernando Rocha (Brasil: percusión contemporánea, electroacústica), Aníbal Borzone y Esteban Raspo (Córdoba, Argentina: marimba y violín), Marcos Cabezaz (Buenos Aires, Argentina: marimba, composición), Augusto Pérez Guarnieri (La Plata, Argentina: investigador, autor del método “África en el aula”), Carlo Seminara (Rosario, Argentina: afrolatina y electrónica), Sebastián Mamet (Rosario, Argentina: batería, jazz, latin), Jorge Horst (Rosario, Argentina: composición). Y los ensambles: Maroma (Rio Cuarto, Córdoba), Escuela Orquesta de Ludueña, Cosa E Mandinga (Rosario, Argentina). El presentador y músico invitado será el rosarino Salvador Trapani. Grupo organizador: Laura Alarcón, Mara Torres, Virginia Mantinián, Carlo Seminara, Tomás Pagura, Julián Ribero, Bruno Rositto, Emiliano Figge.

Domingo 15: Clínicas, talleres, clases magistrales y conferencias de 9 a 13 hs.
De 19 a 22.30 hs. conciertos de Aníbal Borzone y Esteban Raspo, Fernando Rocha, Hugo Alcázar.

Lunes 16: Clínicas, talleres, clases magistrales y conferencias de 9 a 13 hs. y de 16 a 18 hs.
De 19 a 22.30 hs. conciertos de Gerardo Salazar, Marcos Cabezaz y Carlo Seminara. En el Teatro Príncipe de Asturias y el Túnel 4.

Más información en:
www.rosariopercusion.com.ar

Inscripciones en:
rosariopercusion@gmail.com

"Normalmente anormal"

Noche fría en el barrio de Agronomía. Mucha gente se acumulaba a metros de la estación de Arata. Había un motivo que no fue menor. La Vela Puerca volvía a tocar en Buenos Aires después de 7 meses, justamente en el mismo lugar que lo hizo aquella vez, con entradas totalmente agotadas.
La forma de telonear a la banda fue un tanto especial. En el escenario se desplegó una pantalla que mostró el documental de la banda incluído en el DVD "Normalmente Anormal", lanzado a fines del año pasado y dirigido por Agustín Ferrando Trenchi . Mientras tanto, el Estadio Malvinas Argentinas se fue llenando, sin dejar un mínimo espacio vacío.
A las 22 hs. en punto, el telón sobre el que se proyectaba el DVD cayó, al mismo tiempo que comenzaban a sonar los acordes de "Escobas", el tema elegido para comenzar la noche, que hace referencia en su letra a su última producción.
El comienzo continuó bien al palo con "Mañana", donde a metros del escenario se pudo ver una gran ronda, que sería una de tantas en toda la noche, y después, "El Ojo Moro" completó el primer trío de canciones potentes con las que arrancó La Vela.
En ese momento llegó el saludo de la banda, con un "Enano" con su habitual camisa cuadros, y una particular barba de varios días. El siguiente trío continuó la línea del anterior con "De Atar", "Por Dentro" y "Doble Filo". El público seguía al pie de la letra cada estrofa que entonaban los Sebastianes, quienes en cada tema dejaban que parte de la letra sólo sea cantada por los de abajo del escenario que se hacían escuchar.
A continuación "Cebolla" tomó su guitarra criolla, lo cual hizo preveer lo que venía: "Clones". Un comienzo casi que a capella, hasta que el sonido de la batería (continuado por las cuerdas) hicieron estallar el estadio en su totalidad. Pasó "Sin Palabras" y la primer sorpresa de la noche llegó: "Potosí", un tema muy festejado por el público que no paró de saltar y cantar.
Luego, le tocó el turno a Sebastián Teysera de tomar su guitarra para tocar el potente "Colabore", en donde al dúo habitual de voces, se le sumaron las de Santiago Butler y Nicolás Lieutier en el estribillo. Pegadito y casi sin dar respiro, "La sinrazón" sonó y dieron espacio para lucir la calidad de Rafael Dibello en la viola, quien merecidamente recibió la aprobación de la gente a través de los aplausos.
"Vamos a bajar un poquito la pelota" dijo el líder de la banda sentado en un banquito con su guitarra criolla y llamó a un tecladista invitado con el que interpretó "Respira". A continuación, "En Vela" y "Caridad" formaron un mini-set de canciones de "Normalmente Anormal". Una nueva sorpresa llegaba en esta noche, luego de que Teysera reconociera: "Nunca me voy a aprender la letra de esta canción" y se dispararan las risas de todos. Esto fue en referencia a "Dice", otra muy cantada por el público.
Luego de varias canciones que formaron un clima bastante tranquilo, vinieron las que empezaron a levantar ese clima. "Vuelan Palos" contó con un acordeonista invitado, que fue marcando el ritmo al que el público cantaba el tan característico "Vamos la vela de mi corazón" cantado por todo el estadio. Seguido a esto: "Va a Escampar", "El Huracán", "Rebuscado" y "Haciéndose Pasar por Luz" completaron esta parte del set con algún incoveniente en el sonido.
Nuevamente el "Enano" invitó gente al escenario: esta vez era el turno de Ale Balbis y dos guitarristas que lo acompañan en su proyecto solista: Sebastián Baró y Manuel Eguía, quienes recibieron los aplausos del público. "Mi Semilla" sonó casi en su formato original, con parte del campo sentado disfrutando del show.
Se acercaba la última parte del show y la banda entera volvió al escenario para tocar "Madre Resistencia" enganchada con "TV Caliente" de Sumo. Luego, los vientos volvieron a sonar con fuerza al ritmo de "Llenos de Magia", mientras desde el escenario caían botellas de agua para refrescar el calor que había debajo de él con toda la gente agitando a mas no poder.
Unos instantes solamente duró el escenario deshabitado después del falso cierre, hasta que el "Enano" se decidió entrar en soledad e interpretar "José Sabia", sentado con su guitarra criolla. Varias muchachas subidas en los hombros cantaban al igual que todo el público a la par del cantante que cerró con un "muchísimas gracias".
El final del recital fue a todo trapo, como no podía ser de otra manera. "Por la ciudad", "De Tal Palo Tal Astilla" (con Manolo dándole a la percusión con ganas mientras el agua que tiraba el Enano volaba por los aires), "Zafar" (donde casi que la única intervención de Sebastián en la voz fue en el estribillo), "El Viejo" y "El Profeta" culminaron un extenso show de poco más de 2 horas.
Más que satisfecha, la gente aplaudió mientras la banda se despedía del Estadio Malvinas Argentinas.
En total fueron 31 canciones, llenas de magia y de energía, tanto arriba como abajo del escenario, ya que el público devolvía cada tema con mas fuerza desde sus voces y sus saltos. Nuevamente se demostró que cada vez que tocan en Argentina, La Vela Puerca juega de local.

Embajada Boliviana


Embajada Boliviana es una banda platense de punk de los años 90 que se separó a principios del siglo XXI y ahora vuelve para dar algunos pocos shows en una gira autodenominada "Sensaciones encontradas 2010".
Con solo un disco editado oficialmente (Soñando locuras, 2001), Embajada Boliviana vuelve con su formación original compuesta por Matu, el Cabeza, Julián y Kuntacu.

Hasta el momento, las fechas son:
03/09 - El Sótano (Mitre 785) - Rosario- Santa Fe
04/09 - El Teatro de Flores (Av. Rivadavia 7806) - Capital Federal - Buenos Aires
19/09 - Circus (Av. Florencio Varela 1998) - San Justo - Buenos Aires

Las entradas están a la venta en Donnington (Rosario), y en los Locuras, Lee Chi y Ticketek para los recitales en Buenos Aires.

Slash: "Velvet Revolver me frustraba"

Slash, el hombre de los eternos rulos y la galera, atiende el teléfono en la oficina de su manager en Los Angeles. Se lo nota contento aunque algo disperso, entre solicitudes de llamadas de distintos lugares del mundo. Comienza diciendo que la de RS es su primera entrevista para Sudamérica, y que tiene un montón de fans allí, que le preguntaban continuamente cuándo iba a salir el disco, y cuándo pensaba salir de gira. Revela que tiene planes para venir a Buenos Aires en octubre, y habla con entusiasmo de su primer disco solista, Slash. Pero indudablemente, el rock & roll ya no es lo que solía ser: el guitarrista grabó con Iggy, Ozzy y Lemmy, y confiesa que no se desmayó nadie.

Estuviste varias veces en Buenos Aires, con distintos grupos.
Sí, estuve en Buenos Aires con cuatro bandas diferentes: con Guns N' Roses, Velvet Revolver, y dos versiones distintas de Slash's Snakepit. Esta sería la quinta vez, con mi proyecto solista. Lo que más recuerdo son los fans. No importa lo que pase alrededor, al final lo que más recordás de Argentina es lo grandiosos que son los fans, es increíble el entusiasmo y el amor que uno recibe.

¿Cómo empezó este disco?
Me puse a pensar en este disco cuando terminó la última gira de Velvet Revolver, en el verano de 2008. Ahí fue cuando decidí que quería hacer un disco solista, con un montón de invitados. Empecé a componer algunas canciones, y a pensar quién sonaría bien en cada tema. Luego llamé a distintos artistas, y les pregunté si estaban interesados en que les mandara alguna música, y eso fue todo, realmente. Les mandé la música, y ellos escribieron la letra. Cuando ya tenían el demo, nos juntábamos y trabajábamos juntos en los arreglos, para asegurarnos de que encajaban bien con las letras. Fue fácil. Llevó un montón de trabajo, pero fue divertido, y no resultó un disco complicado de hacer.

¿Tenés algunas anécdotas de la grabación?
Sabés, todo el mundo estuvo fantástico, y cada canción tiene algo especial a causa de la gente con la que estaba trabajando, pero no hubo historias locas. Nadie se desmayó, ni ese tipo de cosas, todos fueron muy profesionales e hicieron lo suyo. Fue muy divertido trabajar con mis héroes, como Alice Cooper, Iggy Pop, Lemmy, Ozzy Osbourne, esos tipos son amigos desde hace mucho tiempo, y eran mis héroes cuando era chico. Y además, pude trabajar con alguna gente por primera vez, como Kid Rock, Chris Cornell, o Fergie, a quienes conocía, pero con los que nunca había grabado antes. A otros, como M Shadows (de Avenged Sevenfold), Andrew Stockdale (de Wolfmother), Rocco DeLuca, Myles Kennedy, directamente no los conocía, simplemente me gustaron las voces. Fue una colección de talentos grandiosa.

¿Por qué tardaste tanto en hacer un disco solista?
¡Porque siempre estuve en una banda! Nunca se me había ocurrido antes. Pero pienso que me sentí tan frustrado con Velvet Revolver en la última gira, principalmente con Scott [Weiland], que me dije, "necesito hacer algo por mi cuenta". Necesitaba limpiar mi cabeza, y no tener que escuchar las opiniones de otro, del manager, de la compañía, de nadie. Eso es lo que me impulsó a hacer un disco solista.

¿También te cansaste de hacer audiciones para un nuevo cantante de Velvet Revolver?
Sí, todavía estamos en eso; nos vamos a juntar el año próximo y ver dónde estamos parados.

¿Slash's Snakepit no era un proyecto solista?
La cosa con Snakepit, con las dos formaciones, es que era realmente una banda. Yo los traté de la misma manera que lo hacía en Guns N' Roses, cada uno tenía su opinión, dividíamos la plata en partes iguales. Suena como un disco solista porque se llama Slash's Snakepit, y eso es lo que quería la compañía discográfica, pero era una banda, mientras que el nuevo disco lo armé yo solo.

¿Te considerás más como un músico de banda?
Creo que sí, me gusta estar en una banda. Incluso hoy, que mi proyecto solista está empezando a salir de gira, es más como una banda. Aun cuando yo contraté a todos, siempre trato a cada uno como parte de un grupo, con la consideración de que todos somos iguales. No podés hacer una banda de rock & roll sin que cada uno sienta que es importante, y que todos tengan su opinión. Esa es probablemente una de las cosas principales acerca de estar en una banda, que siempre llevo conmigo.

¿Cómo se te ocurrió hacer una versión rapeada de "Paradise City" (con Fergie y Cypress Hill)?
Eso fue divertido. Cuando Velvet Revolver recién empezaba, en realidad aún no teníamos nombre, éramos Duff [McKagan], Matt [Sorum] y yo, hicimos un show a beneficio en Los Angeles en 2002, con Steve Tyler, miembros de Buckcherry, y los Cypress Hill cantaron "Paradise City". Yo pensé que sonaba muy cool, y les dije: "Algún día deberíamos grabarlo". Tocamos juntos esa canción 3 o 4 veces más a través de los años, y finalmente cuando estaba haciendo mi disco solista, pensé: "Este es el momento de tener una versión grabada". Alguna gente lo toma demasiado seriamente, piensan que estamos tratando de rehacer una canción de Guns N' Roses, pero fue simplemente algo divertido. Y Fergie tiene la mejor voz femenina de rock & roll que escuché en los últimos veinte años.